La emblemática catedral de Albacete, antaño una sencilla parroquia dedicada a San Juan Bautista, ha sido testigo silencioso del crecimiento y transformación de la ciudad desde sus comienzos medievales. Desde que la fortaleza almohade fue entregada al concejo de Alarcón en 1241, el lugar ha sido un punto de convergencia tanto para la historia como para la leyenda. Se dice que en el mismo lugar donde se erige hoy la catedral, alguna vez se levantó una mezquita del antiguo poblado musulmán. Con el tiempo, la villa fue creciendo, y en 1414 se documenta por primera vez la parroquia, un edificio que, incluso en castellano antiguo, ya era un referente para los albaceteños. Durante el siglo XV, el templo mudéjar comenzó su transformación, y a pesar de las interrupciones en las obras, las campanas nunca dejaron de marcar el ritmo de la vida local.
A lo largo de los siglos, la construcción y ampliación del templo reflejaron las aspiraciones de una comunidad en constante evolución. En 1932, el deseo de que el templo arciprestal reflejara la pujanza del lugar quedó plasmado en la crónica de un diario, justo antes de que los efectos de la guerra marcaran un período de destrucción. Finalmente, en 1949, con la creación de la Diócesis de Albacete, la antigua parroquia adquirió el rango de catedral en 1955. Los muros de la catedral, con su rica historia, no solo representan la devoción de una comunidad, sino también un enigma persistente, como el secreto que un carpintero escondió en sus puertas. Este monumento, cargado de leyendas, se mantiene como un testamento del esfuerzo colectivo y la esperanza de una ciudad que se alzó alrededor de sus cimientos.
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